LAS CUATRO AMAPOLAS
Por: Simón Hoyos
…Solo hazlo. No importa nada, déjate llevar…
Tomó unos minutos y antes de que me diera cuenta ya había acabado. Toda la dicha y el placer habían culminado junto a la sensación de amor hacia lo que estaba haciendo. Toda la adrenalina liberada en mi cuerpo durante los instantes anteriores se había disipado en mi sangre. Solo me encontraba acariciando su piel, perdiéndome en sus cabellos de seda y ella, desplomada en la cama cubierta de los licores de su cuerpo. Los olores que emanaba me embriagaban cada vez más dándome la necesidad de volverlo a hacer. Claro que nunca es posible hacer eso dos veces con la misma persona ¿No?
Todo empezó ese día que la vi en el metro cuando venía de la universidad. Caminó por mi lado y se sentó en la silla desocupada frente a mí. Fue en ese momento que una suave brisa del aire acondicionado rozó su pelo marrón revelando su rostro, que sentí un raro revoloteo que nunca antes había experimentado. Mientras mi corazón se aceleraba observaba como sus grandes ojos verdes se levantaban fijándose directamente en los míos, la prisión de sus labios desapareció justo en el momento que sus bellos y perfectos dientes blancos me daban una sonrisa. El mariposeo en mis entrañas volvió.
Día tras día nos encontrábamos en el mismo lugar y poco a poco empezamos a hablarnos. Primero unas charlas cortas de niños de primaria. Luego unos largos monólogos de bachilleres. Por último, llegue a ella con el romanticismo de las palabras universitarias. La invité a salir, dos citas, solo dos y no más. Nunca había estado con una mujer que en dos citas terminara en mi casa, pero ella… comprendió mal el mensaje. Llegué a Faró con flores en mis manos, la encontré y se las entregué. Cuatro bellas amapolas…cuatro…amapolas. Estuvimos toda la cena hablando pero aproximándose a la media noche le dije que si quería que fuéramos a su casa y aunque no sé si fue por el grado de embriaguez que tenía ella aceptó. .
En el momento que cruzamos el umbral principal de la casa, se abalanzó sobre mí lanzando besos desaforados por mis mejillas, mi cuello y mi boca. Sin más preámbulos la llevé a la cama. Lentamente le desabotoné el pantalón, le quite la camiseta, dejándola por completo desnuda en el lecho. Mis labios recorrieron con suavidad todo su cuerpo mientras extendía mi mano hasta cierto lugar. Ahí, en ese instante lo agarré, sin piedad y con placer lo introduje en su cuerpo una y otra y otra vez; podía sentir como entraba en ella, y salía con tanta suavidad. Además, sus gritos… sus gritos, en los que no podía diferenciar el placer o el dolor, eran tan excitantes, tan hermosos que me hacían gemir con pasión.
Unos minutos después todas las emociones empezaron a disiparse, tal como con la anterior a ella. Todo el tiempo que pasamos juntos se esfumaba mientras veía como el colchón de la cama absorbía mi transpiración y sus líquidos. Me paré mientras ella aun yacía ahí, limpié mi instrumento cuando la vi, mi majestuosa obra de arte… la número cien en mi registro, la número cien de mi lista, la última que alguna vez heriría con mi presencia. Lentamente agarre el arma, la misma con la cual la había descuartizado, y con un brusco movimiento el cuchillo atravesó mi muslo. Solo pasaron unos minutos antes de que mi sangre se esparciera por el piso como la de ella en la cama. “Solo pasaron minutos”, antes de dejar está vida pensé, solo en minutos dos vidas pueden acabarse, solo en minutos una vida puede transcurrir.
¿Quién juzga y dice lo que es bueno y lo que es malo? ¿Quién es Dios para decirnos que debemos, o no debemos sentir placer por la carne? ¿Quién es el verdadero pecador? Me guío por mis sentimientos, por mis necesidades, solo Dios me encadena a evitar mis goces, nada más que Él. Nadie es quién para decirme que hacer. Solo yo mismo me controlo. Y ahora estoy aquí, en mi lecho de muerte que no es más que el piso helado de una habitación, aquí tirado. Mi nombre es… irrelevante, solo quiero, mi querido lector, que sepas que está y otras noventa y nueve mujeres fueron parte de mi obra maestra, de mi octavo arte.
Atentamente: El hombre del piso
…Solo hazlo. No importa nada, déjate llevar…
Tomó unos minutos y antes de que me diera cuenta ya había acabado. Toda la dicha y el placer habían culminado junto a la sensación de amor hacia lo que estaba haciendo. Toda la adrenalina liberada en mi cuerpo durante los instantes anteriores se había disipado en mi sangre. Solo me encontraba acariciando su piel, perdiéndome en sus cabellos de seda y ella, desplomada en la cama cubierta de los licores de su cuerpo. Los olores que emanaba me embriagaban cada vez más dándome la necesidad de volverlo a hacer. Claro que nunca es posible hacer eso dos veces con la misma persona ¿No?
Todo empezó ese día que la vi en el metro cuando venía de la universidad. Caminó por mi lado y se sentó en la silla desocupada frente a mí. Fue en ese momento que una suave brisa del aire acondicionado rozó su pelo marrón revelando su rostro, que sentí un raro revoloteo que nunca antes había experimentado. Mientras mi corazón se aceleraba observaba como sus grandes ojos verdes se levantaban fijándose directamente en los míos, la prisión de sus labios desapareció justo en el momento que sus bellos y perfectos dientes blancos me daban una sonrisa. El mariposeo en mis entrañas volvió.
Día tras día nos encontrábamos en el mismo lugar y poco a poco empezamos a hablarnos. Primero unas charlas cortas de niños de primaria. Luego unos largos monólogos de bachilleres. Por último, llegue a ella con el romanticismo de las palabras universitarias. La invité a salir, dos citas, solo dos y no más. Nunca había estado con una mujer que en dos citas terminara en mi casa, pero ella… comprendió mal el mensaje. Llegué a Faró con flores en mis manos, la encontré y se las entregué. Cuatro bellas amapolas…cuatro…amapolas. Estuvimos toda la cena hablando pero aproximándose a la media noche le dije que si quería que fuéramos a su casa y aunque no sé si fue por el grado de embriaguez que tenía ella aceptó. .
En el momento que cruzamos el umbral principal de la casa, se abalanzó sobre mí lanzando besos desaforados por mis mejillas, mi cuello y mi boca. Sin más preámbulos la llevé a la cama. Lentamente le desabotoné el pantalón, le quite la camiseta, dejándola por completo desnuda en el lecho. Mis labios recorrieron con suavidad todo su cuerpo mientras extendía mi mano hasta cierto lugar. Ahí, en ese instante lo agarré, sin piedad y con placer lo introduje en su cuerpo una y otra y otra vez; podía sentir como entraba en ella, y salía con tanta suavidad. Además, sus gritos… sus gritos, en los que no podía diferenciar el placer o el dolor, eran tan excitantes, tan hermosos que me hacían gemir con pasión.
Unos minutos después todas las emociones empezaron a disiparse, tal como con la anterior a ella. Todo el tiempo que pasamos juntos se esfumaba mientras veía como el colchón de la cama absorbía mi transpiración y sus líquidos. Me paré mientras ella aun yacía ahí, limpié mi instrumento cuando la vi, mi majestuosa obra de arte… la número cien en mi registro, la número cien de mi lista, la última que alguna vez heriría con mi presencia. Lentamente agarre el arma, la misma con la cual la había descuartizado, y con un brusco movimiento el cuchillo atravesó mi muslo. Solo pasaron unos minutos antes de que mi sangre se esparciera por el piso como la de ella en la cama. “Solo pasaron minutos”, antes de dejar está vida pensé, solo en minutos dos vidas pueden acabarse, solo en minutos una vida puede transcurrir.
¿Quién juzga y dice lo que es bueno y lo que es malo? ¿Quién es Dios para decirnos que debemos, o no debemos sentir placer por la carne? ¿Quién es el verdadero pecador? Me guío por mis sentimientos, por mis necesidades, solo Dios me encadena a evitar mis goces, nada más que Él. Nadie es quién para decirme que hacer. Solo yo mismo me controlo. Y ahora estoy aquí, en mi lecho de muerte que no es más que el piso helado de una habitación, aquí tirado. Mi nombre es… irrelevante, solo quiero, mi querido lector, que sepas que está y otras noventa y nueve mujeres fueron parte de mi obra maestra, de mi octavo arte.
Atentamente: El hombre del piso
SALUD POR LAS MALAS DECISIONES QUE BESAN BIEN RICO
Miraba con cautela todo lo que hacía, no me incomodaba pero me intimidaba. Sentía que iba a desvestirme con su mirada. Recuerdo como solía jugar a ver en los ojos a la gente para que se sintieran así. Él me ganó. Desde ese momento sentí que no podía concentrarme, tenía que estar ocupada para que no se diera cuenta de lo que tenía en mi mente, porque por ratos sentía que podía leer exactamente lo que pensaba, lo que sentía.
Miraba mientras pelaba papas, no podía hacerlo peor porque era imposible. Se reía, volvía a mirarme y decía: “Yo tampoco sé pelar papas” y mientras yo pelaba una, él ya había acabado su tercera. Su intento de hacerme sentir no tan mal, había fallado. Las tragas secretas tienen un lunar en la punta final del ojo izquierdo, cocinan pasta y pescado muy rico, caminan contigo en la lluvia diciendo: “Sofía estás loca”, vive lejos, canta Piece of my heart y habla francés muy sexy. Todo empezó con una copa de vino, o dos, o tres. O una de grappa y algunos shots de ron. Ya no recuerdo tampoco lo que pasó ese día. Recuerdo que no comía una pizza tan buena desde mi viaje a Europa, bianca y coppa rugula. El día estaba perfecto para comer pizza y tomar vino con la mejor compañía. Nunca había conocido a alguien que conociera la música que a mi me gustaba, o que hablara de los mismos artistas, bandas o películas. Mi gusto era más bien insólito. Después de haberlo visto no más de cinco veces en mi vida y haber hablado tres veces con él, sólo tenía que decir algo para terminar de meterse en mi cabeza por completo: “Audrey Hepburn”. Todo se fue acomodando, cada cosa en su lugar, tragos en la cabeza, copas en la mesa… Entre música, “Devil wears Prada”, “Project X”, y “Breakfast at Tiffany’s” las cosas se fueron acoplando a su manera. Porque más adelante me diría: “¡Ay Sofía!, las cosas no pasan por que sí.” Nunca pensé que me fuera a dar tanto miedo pensar en eso, y nunca pensé que pensará tanto en todo lo que él me decía. En serio quería escuchar lo que me iba a decir. Porque si no era para decirme: “O sea ya, ¿qué es esto?” (refiriéndose a mi mal genio o grosería), era para contarme la historia de la letra helvética, discutir de películas, contarme de arquitectura, canciones, o cualquier otra cosa interesante que supiera o se le viniera a la cabeza. |
Él no entendía que cada vez que me miraba, cada vez que se reía, cada vez que bailaba, cocinaba, me mostraba su tumblr, jugaba con mi pelo, cogía mi mano, cada cosa aportaba a que al final las cosas salieran peor de lo que me esperé. Peor que un beso con unos cuantos tragos encima, en una ducha, ropa interior, y un nudo en la cabeza. Después de tratar de evitar todo lo que había pasado, porque fueron varias las ocasiones en las que me vi involucrada en una lucha de ideas, trataba de mentirme a mi misma y repetir mil veces que todo fue un error, que nada pasó y que amaba a mi novio pero, “Sofía, las cosas no pasan porque sí.” Estaba ahí otra vez tratando de mandarme al lado oscuro de las cosas; a lo malo, a sus labios, a su cama, a sus películas, a sus comidas, a su lunar en la punta final del ojo izquierdo, a sus dedos largos, su música, sus converse, sus smile lines del grinch, la letra helvética, el sonidito del carro cuando no se ponía el cinturón, su estilo cliché de mandarme indirectas y su manera “pésima” de cortar papas.
|